Muchas veces, el buen desempeño de la economía afecta a la población más vulnerable, como ahora con los altos precios internacionales de carnes, lácteos y granos, que se trasladan al consumo interno.
Un ejemplo es Brasil, el mayor exportador mundial de carne y uno de los principales productores de alimentos, que no logra saciar el hambre de 14 millones de sus 188 millones de habitantes, y con más de 72 millones sin acceso regular a comidas, según un estudio de 2006 del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística.
El hambre hoy no es por la falta de alimentos, sino por los escasos ingresos para adquirirlos en la cantidad y calidad adecuadas.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura (FAO) estima que Brasil dispone de alimentos para suministrar hasta 2.960 kilocalorías diarias por persona, cuando se recomiendan 1.900 kilocalorías.
Lo mismo sucede en Argentina, el granero del mundo, y en Uruguay, que exporta gran parte de la carne y lácteos y casi todo el arroz que produce, mientras los precios internos de esos productos no son para los bolsillos de los trabajadores. El principal problema que afrontan ambos países es el rebrote inflacionario.
Por otra parte, "la pobreza y la indigencia se culturizan, y resolver esos problemas lleva años y políticas específicas", dijo a IPS el Luis Álvarez, asesor del Instituto Nacional de Alimentación (INDA) de Uruguay.
"Lo que tenemos que atacar es la transformación de la cultura que nos ha generado la crisis" y la desigualdad estructural.
Para hacer frente a la brecha entre ricos y pobres, tradicional en Brasil, Venezuela y otros países pero catapultada con el colapso argentino de fines de 2001 y sus coletazos en Uruguay, los gobiernos comenzaron a implementar planes de urgencia contra la indigencia y el hambre.
Así nacieron, algunos en medio del caos, los planes Hambre Cero en Brasil, Nacional de Seguridad Alimentaria en Argentina, de Emergencia en Uruguay y Alimentarios Nacionales en Chile, así como las Casas de Alimentación en Venezuela.
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